Agresividad infantil: cuando los padres temen a sus hijos

Hace unos días, el Faro de Vigo sacaba a la luz la siguiente noticia, que llegó hasta mí a través de un amigo en Facebook:


En esta entrada he decidido desatender un poco del rigor documental a favor de lo experiencial, porque la bibliografía es importante, pero la vivencia humana es sencillamente trascendental, y más para los que hallamos en la psicología nuestra vocación. Muchos de los que leéis este blog sois padres, madres, abuelos, profesores... personas con niños bajo vuestra responsabilidad, en mayor o menor medida. 

Bien sabéis que cuando un niño es considerado para la tutela por parte de la administración pública, normalmente hay una serie de trámites -o un hecho grave- que desembocan en el traspaso de la guarda del menor, pese al habitual rechazo de sus progenitores. Y es que los padres rehúsan perder la tutela de sus hijos. Por muy desfavorable que sea su situación, por muchos problemas que tengan, por más que sean conscientes de que no reúnen las condiciones idóneas para asegurar su cuidado... lo cierto es que la pérdida de la tutela casi siempre es vivida por los padres como algo traumático.

Y es natural que sea así. Hace poco, un padre me decía que "su hija era toda su vida", pese a las dificultades que existían en su relación paterno-filial. Sin duda el sentimiento de este padre no es una excepción. No cabe duda de que ser padres es muy duro; la llegada de un hijo multiplica las exigencias cotidianas y divide el tiempo libre, obligando a realizar un complejo cambio de roles y, en muchos casos, reduciendo las horas de sueño a límites que parecían inalcanzables. Podríamos hablar también del desembolso económico, el incremento de las preocupaciones, las cefaleas... Y pese a todo ello, el vínculo emocional que se genera entre el progenitor y su hijo/a es tan fuerte que se alza por encima de los problemas como un baluarte. No es extraño que muchos padres reconozcan que serlo les supuso muchas renuncias en sus vidas, pero acto seguido afirman casi de forma unánime que mereció la pena y no lo cambiarían por nada del mundo.

 Por ello, la petición por parte de unos padres de que sean otros los que asuman la guarda de sus hijos es cuánto menos sorprendente. Resulta difícil imaginar el nivel de desesperación al que han de llegar para tomar la determinación de distanciarse de esos niños en los que tanto desvelo e ilusiones han volcado durante los últimos años de sus vidas. Alguien decía en relación a esta noticia que tanto los padres como los hijos acaban siendo víctimas de una sociedad desadaptada en muchos sentidos; no le falta razón. Podríamos discutir sobre si los padres han sido o no consentidores en la educación de sus hijos o sobre la falta de disciplina, mas probablemente erraríamos el juicio si perdemos de vista la influencia del contexto social y familiar.

Para empezar, muchos padres no disponen del tiempo que desearían para cuidar de sus hijos, por motivos personales y laborales, lo que conlleva una derivación del cuidado en los abuelos, tíos, amigos, vecinos o escuelas infantiles; a veces esto puede suponer un desahogo, pero en otras ocasiones desemboca en una frustración que no siempre es fácil de gestionar para los padres, ni para los pequeños. Los horarios apenas dejan un respiro y los tiempos junto a los hijos a veces vienen marcados por las prisas: a ver si están hechos los deberes, y si no a hacerlos a marchas forzadas, que hay que cenar e irse a dormir para mañana madrugar, desayunar y llegar al colegio a tiempo. En efecto, el estrés impregna la vida de muchas familias, con lo que el poco tiempo del que disponen para estar juntos en los días laborables tampoco es tiempo de calidad.

Por otro lado, en la actualidad la mayor parte de los menores tienen acceso indiscriminado a todo tipo de información. No se trata tanto de si es apropiada o inapropiada, sino de que en muchos casos la información llega al menor sin filtros y descontextualizada, genera confusión en él y cierta sensación de que "todo vale". Los padres tratan de gestionar esta afluencia de datos, pero fuera del entorno familiar, la afluencia sigue a través, por ejemplo, de los móviles de sus amigos o del suyo propio. En este sentido, los medios de comunicación y las redes sociales generan un aluvión de tendencias que, si no se utilizan de forma adecuada, pueden resultar perjudiciales. 

Hace unos años, un catedrático de la Universidad de Salamanca lanzó una polémica propuesta en relación a la problemática de la violencia de género: sugería la supresión en todos los noticieros de cualquier caso de violencia contra la mujer, incluidos los asesinatos, pues según él, podían servir de modelo para otros agresores en potencia que, "si no se les daba la idea, quizá nunca agredirían". La medida fue rechazada porque, evidentemente, estaba basada en el miedo y además no haría sino silenciar una realidad que en el fondo seguiría existiendo. Sin embargo, dentro de su tendencia natural a explorar y poner a prueba sus límites, los adolescentes son proclives a perseguir experiencias fuertes y novedosas sin valorar el riesgo inherente a las mismas, con lo que si ven un vídeo sobre gente que se echa agua hirviendo por encima, es muy posible que quieran intentarlo ellos también salvo que exista a su lado alguien que sepa reconducir la situación. Igualmente, si un menor presencia actos violentos, puede tender a reproducirlos. No hablo solamente de los denostados videojuegos, sino de vídeos que están al alcance de todos y también de situaciones de agresividad real, pues muchos niños crecen en ambientes desfavorecidos o entornos desestructurados, en los que es más complicado (que no imposible) manejar los conflictos familiares y sociales.

A todo ello se suma otro factor de vital importancia que parece estar creciendo en la infancia y en la sociedad en general, me refiero a la baja tolerancia a la frustración. Cuando algo no sale según lo previsto, necesitamos contar con estrategias para comprender, aceptar y gestionar nuestros sentimientos de rabia, impotencia o frustración. No se trata de que no nos afecten, ni mucho menos, sino de que podamos gobernarlos en lugar de que ellos nos gobiernen a nosotros. De lo contrario, el resultado se manifestará en forma de explosiones de ira, rabia incontrolada y, probablemente, alguna forma de agresividad hacia uno mismo o hacia los demás.

¿Puede llegar a volcarse esta agresividad hacia sus propios padres? Los adolescentes también necesitan de la aprobación de sus progenitores, pero en esta difícil etapa del ciclo vital sus padres suelen perder autoridad a favor de los grupos de iguales, en los cuales empiezan a buscar señas de identidad y compañerismo. Así pues, los padres pasan a un segundo plano para el adolescente, lo cual no es perjudicial: supone un paso importante hacia su progresiva independencia. Ahora bien, si el joven adolescente tiene dificultades en la gestión de la frustración, la negativa de sus padres a permitirle volver a casa más allá de las doce o la imposición de una norma no deseada podrían desencadenar un enfrentamiento familiar.

Este tipo de conflictos que se han popularizado a través de programas como "Hermano mayor" suelen producirse en la adolescencia, pero no tienen su origen en esta etapa, sino antes. Hagamos un símil: en la infancia, un niño siempre es más bajito que sus papás, salvo que un adulto lo alce por encima de ellos. Es sabido que los niños necesitan normas y límites claros para su adecuado desarrollo, pero de poco sirve que los padres establezcan una norma si uno de ellos u otro familiar se la salta a la primera de cambio. Cuando esto ocurre, el menor aprende que las normas se pueden romper, que "no pasa nada, será un secreto entre nosotros y no se lo diremos a tus padres". Lo que a simple vista parece un juego de confianza entre el niño y... ¿su abuelo? ¿su tía?..., tiene un fondo en el cual esos padres están siendo desautorizados; también puede ocurrir que sea uno de los progenitores quien mine la autoridad del otro, lo que resulta aún más perjudicial para el crecimiento del pequeño y un probable inicio de enfrentamientos potencialmente violentos con la llegada de la adolescencia.

Existen otros factores que se relacionan con la agresividad infantil (pérdidas mal elaboradas, excesivo autoritarismo o permisividad mal entendida, bullying, fracaso escolar, etc.), pero finalicemos recopilando algunas de las estrategias o ideas que nos pueden ayudar a prevenir o gestionar la agresividad de los niños:


  • Detectar el problema y buscar soluciones lo antes posible. Uno de los mayores predictores de éxito en la agresividad infantil es poder trabajar con ella desde los primeros signos de frustración, en lugar de cuando la situación ya se ha vuelto insostenible.
  • Encontrar la causa de su comportamiento. Muchas veces, basta con detectar el origen de la agresividad y trabajarlo con el niño para detener la conducta.
  • Dedicar tiempo de calidad a los hijos. Si en los días laborables no disponemos de tiempo, planifiquemos bien el fin de semana para estar con ellos y compartir actividades.
  • Establecer normas y límites claros, definidos y equilibrados. Son muchísimos los estudios que demuestran que los niños necesitan saber muy bien hasta donde pueden llegar y hasta donde no, para su adecuado crecimiento. Son los padres o tutores los encargados de fijar esos límites y hacer que se cumplan.
  • Asignar a los menores tareas o responsabilidades acordes a su edad, a medida que van creciendo. La falta de tareas o normas fijas generan inseguridad en el niño e incrementan el riesgo de que aparezcan comportamientos impulsivos o violentos.
  • Enseñarles a reaccionar ante la frustración. Si algo no sale bien, siempre podemos volver a intentarlo en otro momento, buscar otra forma de lograrlo o hacer otra cosa diferente, dependiendo del caso.
  • Ser claros, específicos y proporcionados con los premios y castigos. "Se acabaron las golosinas" no es un castigo válido. Sería mejor: "Hoy estás castigado sin golosinas porque has dado una patada a la mesa". En este caso, el niño sabe por qué no puede comer golosinas y durante cuanto tiempo.
  • Cumplir aquello que les decimos. Es de vital importancia que si nuestro hijo está castigado sin golosinas por un mal comportamiento, no reciba ni una sola golosina mientras dure el castigo. En caso de que no podamos llevar a cabo una consecuencia, es mejor no decirlo, a decirlo y no cumplirlo.
  • Actuar de forma ejemplar para el niño. De nada sirve que le pidamos que no grite si nos está oyendo gritar a nosotros.
  • Frenar el comportamiento agresivo con firmeza, seguido de un castigo que le prive de nuestra atención. Ante la manifestación de violencia, no es aconsejable tratar de razonar con el menor, sino actuar de forma inflexible. La reflexión y el diálogo llegarán más tarde, cuando el niño esté tranquilo.
  • Escuchar, no solo lo que nos dicen sino lo que expresan a través de su comportamiento: tanto si son inquietos o pegan a sus hermanos como si están inmóviles en un mismo sitio y no interactúan, tiene un significado y a veces puede ser clave para detectar el origen de la violencia.
  • Reforzar lo positivo de su comportamiento. ¿Cómo se puede sentir un niño al que se le castiga y acusa por su mal comportamiento, pero nadie le dice nada cuando lo hace bien? Por muchas cosas que tengamos en la cabeza, jamás debemos dejar de reforzar, felicitar y premiar a los niños cuando hacen aquello que les pedimos, cuando cumplen sus tareas o siempre que se ajustan a las normas establecidas. De lo contrario, es muy posible que la próxima vez no lo hagan.
  • Si los padres tienen la certeza de que la situación se les escapa de las manos, conviene acudir a terapia con un profesional especialista, que pueda ayudarles a atajar el problema lo antes posible e implantar soluciones.

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