El barquero: una historia de autoeficacia

Desde que tenemos memoria, los seres humanos hemos utilizado cuentos o historietas como instrumento pedagógico. Y es que la narrativa tiene la virtud de sumergirnos entre sus líneas hasta hacernos sentir parte de la historia que nos cuenta. Desde su posición privilegiada, el cuento cala en nuestra mente a través de sus personajes, nos invita a acompañarles en su viaje hasta que, sin darnos cuenta, nos convertimos en cómplices de sus aventuras e infortunios y así pasan a formar parte de nuestra vida. A través del cuento, los personajes nos hablan de tú a tú, nos interpelan sin formalismos ni espesos cortinajes. Se acercan, nos miran a los ojos y nos revelan su verdad. Casi podemos sentir su aliento cuando hablan. De esta manera, llegamos a identificarnos con sus vidas, y ellos dejan un poso indeleble en la nuestra. Por eso, el cuento permanece vivo en nuestra memoria, y con él, su mensaje.

El barquero


Había una vez, en una zona de alta montaña, un viejo barquero llamado Antonio que trabajaba ayudando a la gente a cruzar de una orilla a otra un río muy ancho y caudaloso. Un día de fuerte tormenta, Silvia, una niña que vivía cerca del río, quiso cruzar para ir a ver a su mejor amiga y le pidió a Antonio si podía llevarla. Él, tan servicial como siempre, respondió que sí y ambos partieron en la barca.

El problema es que la lluvia era tan abundante que empezó a inundar la cubierta, y el fuerte viento azotaba la embarcación con tal bravura que la hacía balancearse sobre las aguas revueltas del río. Pero Antonio no quería rendirse: él siempre había sido muy eficaz y nunca había faltado a las exigencias de un cliente. Luchó y luchó por llegar hasta la otra orilla, pero por más que lo intentaba y más empeño que ponía, el destino seguía estando demasiado lejos y comprendió que no podría lograrlo. Así pues, se vio obligado a volver atrás y dejar a Silvia de nuevo en la misma orilla.

Unos días después, ella quiso cruzar de nuevo y una vez más le pidió ayuda al barquero. El día estaba muy bueno, sólo hacía un poco de viento, pero eso era normal en aquellas tierras tan elevadas. Antonio, como siempre, le dijo que sí, pero esta vez añadió poco convencido “lo intentaré”, con la mirada cabizbaja. Al instante Silvia notó algo extraño en él: parecía tener poca confianza.

Abandonaron la orilla y partieron lentamente hacia el otro lado. Pero pronto Antonio empezó a notar las oleadas de viento en su cara y la presión de la corriente bajo sus pies. “No voy a poder, no voy a poder, no voy a poder”, se repetía a sí mismo. De repente, percibió que la barca se estaba desviando de su camino y poco a poco comenzaba a ser arrastrada río abajo por la fuerza del agua. Intentaba recobrar el control, pero no podía, no se veía capaz, y la embarcación cada vez era empujada con más rapidez por la corriente del impetuoso río.

Podía notar como sus brazos flojeaban al intentar manejar los remos, y las aguas, sin embargo, ganaban cada vez más fuerza. “¡No puedo hacerlo, no puedo hacerlo, no puedo hacerlo!”, exclamó, consumido por el miedo y la impotencia. Finalmente, dio media vuelta y volvió rápidamente a la orilla de donde había partido, y allí se dio cuenta de que apenas sí había logrado alejarse de ella unos metros. Entonces Antonio, impotente y descorazonado, rompió a llorar.

“¿Por qué lloras?”, preguntó Silvia, acercándole un pañuelo. Y él respondió: “Porque ya no soy capaz de cruzar el río con mi barca. Es lo que he hecho siempre y ya no podré volver a hacerlo nunca más. ¡Ya no puedo hacer nada, ya no soy capaz!”.

“Vaya, pues yo creo que sí eres capaz”, le contestó ella, “pero piensas que no sólo porque el otro día no pudiste”. Antonio replicó: “No sólo aquella vez. Desde entonces he intentado cruzar más de quince veces y en ninguna lo he logrado”. “Inténtalo una vez más”, insistió Silvia, “sólo una vez más, y si no eres capaz, no te molestaré más”.

Antonio accedió a la petición, más por complacer a la pequeña que porque realmente creyera en lo que le estaba diciendo. Los dos montaron en la barca y se adentraron en las aguas del caudaloso río. Muy pronto Antonio comenzó a sentir el poder de la corriente, ante lo cual sus manos empezaron a temblar. “No puedo, ¿no lo ves?”, se lamentó el viejo barquero. “¡Sí puedes!”, gritaba la niña, “pronúncialo tú mismo en alto, y muy fuerte: ¡Yo puedo hacerlo! ¡Yo puedo hacerlo!”.
No muy convencido, Antonio comenzó a decir casi en susurros: “Yo puedo hacerlo, yo puedo hacerlo”. Al principio no percibió ninguna diferencia, pero según lo fue repitiendo notó que sus brazos recobraban algo de fuerza, y podía manejar los remos. Asombrado, clavó la vista al frente, en la orilla contraria, y gritó con fuerza: “¡Yo sí puedo hacerlo, yo sí puedo hacerlo!”.
A medida que repetía estas palabras y las iba haciendo suyas, éstas causaban un increíble efecto en su interior: le daban energía y fuerza, le daban convicción, le daban seguridad en sí mismo, y la barca avanzaba como una flecha contra la corriente. Antes de que Antonio pudiese darse cuenta, ya habían llegado a la otra orilla, y en menos tiempo que otras veces.
Ante esto, el buen barquero no pudo sino darle las gracias a Silvia por lo que había hecho, pero ésta, extrañada, le respondió: “Pero si yo no he hecho nada. Eres tú el que te has convencido de que podías hacerlo y has remado con fuerza hasta llegar aquí. El mérito, por tanto, es tuyo”.

Escrito por: Juan Luis Vera

1.    ¿Qué es la Autoeficacia?

De acuerdo con la teoría del psicólogo Albert Bandura, la “AUTOEFICACIA PERCIBIDA” hace referencia a las creencias que tienen las personas acerca de sus propias capacidades para el logro de determinados resultados.
¿Esto qué quiere decir? La Autoeficacia se refiere a hasta qué punto yo me veo capaz de hacer algo, o creo que seré capaz de conseguirlo. Por tanto, no hablamos de la capacidad real que yo tengo, sino de cuál pienso yo que es mi capacidad.
Estas dos cosas rara vez coinciden: normalmente tendemos a infravalorarnos, a creer que somos menos capaces de lo que realmente somos. Aunque también nos puede ocurrir lo contrario, es decir, empeñarnos en hacer algo que está fuera de nuestras posibilidades. Hablaremos un poco de estas dos circunstancias y sus efectos en nuestra vida cotidiana.



2.    ¿Por qué se pierde la sensación de Autoeficacia?

La percepción de nuestra propia capacidad puede disminuir por distintas razones o circunstancias, de las cuáles a continuación destacamos cuatro:

-    Ponernos una meta demasiado alta, tan inalcanzable que lo más probable es el fracaso, y éste puede hacernos decaer y sentirnos menos eficaces. Es lo que le ocurre a Antonio, el barquero, cuando al principio trata de atravesar el río con una gran tormenta. Muchas veces las circunstancias externas a nosotros hacen más difícil que consigamos nuestros objetivos. Por ello, es bueno atender a si la situación es propicia para lo que buscamos, y que nuestro objetivo no sea exagerado. Recordemos, además, que el problema crece si le damos la espalda, pero empequeñece cuando lo afrontamos de cara.

-   Interpretar un error o un fracaso como el fin del mundo. Nuestro barquero hizo una mala interpretación de un solo fracaso, y ya no creía ser capaz. Por ello, es útil recordar que un solo fracaso, aunque duela, es una caída de la que podemos levantarnos y volver a intentarlo al día siguiente; no es el fracaso absoluto, no es el final del camino.

-   Profecía autocumplida: está dentro de las interpretaciones incorrectas, y consiste en una creencia que, de tanto repetirla, se convierte en realidad. Es lo que le pasa al barquero cuando empieza a repetir: “No puedo, no voy a poder”. Podía hacerlo, pero su propia profecía (creencia) de que no iba a ser capaz se volvió real porque él mismo se convenció de ello. La cara positiva de esto es que, si podemos profetizarnos que no podemos, también podemos aumentar nuestra sensación de autoeficacia repitiendo con convicción: “Si lo intento, puedo conseguirlo”.
-   Atribuirnos solamente la responsabilidad de nuestros errores, y no de nuestros aciertos. Cuando somos muy exigentes con nosotros mismos, a veces corremos el riesgo de centrarnos en nuestros defectos, en lo que hacemos mal. Esto es una amenaza manifiesta para nuestra autoeficacia. Una idea que puede ser útil para evitarlo es, en primer lugar, dar la importancia justa a nuestros errores y fracasos (“no pasa nada, no será para tanto, seguro que puedo solucionarlo, otra vez será, lo intentaré por otro camino…”) y hacer todas las mañanas o todas las noches una revisión de todas nuestras virtudes, aciertos y capacidades, que son muchísimas, y darles la importancia que se merecen. Nos puede ser incluso más útil apuntarlas en una lista que tengamos siempre a mano y que día a día puede ir creciendo. Recuerda que tienes miles de recursos dentro de ti.
-   Ver las cosas como incontrolables, como si no dependieran de nosotros. Es cierto que en numerosas ocasiones las circunstancias que nos rodean son adversas a nuestros objetivos, y parece que hagamos lo que hagamos todo se pone en nuestra contra. Otras veces son otras personas las que parecen decidir todo lo que ocurre en nuestras vidas. Aún así, no debemos olvidar que el control final sobre nuestra vida lo tenemos nosotros: tú, y sólo tú, llevas el timón de tu vida; habrá olas que zarandeen tu barco, habrá acompañantes que quieran tomar el mando, pero finalmente eres tú quien decide el rumbo a seguir.


3.    Estrategias para aumentar la Autoeficacia:

- Eliminar de nuestro repertorio verbal el “no soy capaz”: cuando lo decimos estamos confirmando nuestra inseguridad y al final tiene las mismas consecuencias que cuando nos lo están diciendo otras personas.

- Ser optimista: anticipar el futuro de una manera positiva. Evitar que las profecías negativas se cumplan, está en nuestras manos construir nuestro futuro.

- Ser conscientes de que somos los encargados de construir nuestro propio futuro. El pasado ya pasó, es útil aprender de él pero necesitamos centrarnos en el aquí y ahora para construir el futuro.

- Tratar de ser realistas: ser objetivos con nuestros éxitos y fracasos. Aceptar los éxitos, ser justos con nosotros mismos y valorar el esfuerzo que hemos invertido.

- Reforzar el recuerdo de nuestros logros: la visión negativa de uno mismo se alimenta principalmente de recuerdos. Es buen ejercicio activar en algún momento del día la “memoria positiva”, esto es, anotar y recordar los éxitos pasados y tratar de mantenerlos activos y presentes.

- Revisar las metas: tenemos que sentirnos capaces de conseguir lo que nos proponemos. No hay que dejar que el miedo o la inseguridad decidan por uno mismo. Las metas han de ser un logro alcanzable a conseguir.

- Ponerse a prueba y arriesgar: para conseguir confiar en las capacidades de uno mismo lo más importante y fundamental es actuar. Actuar para conseguir lo que nos proponemos. Una vez que nos sintamos cómodos y seguros podremos ir pasando a metas mayores.



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